viernes, 25 de mayo de 2018

Una herida abierta hace 200 años.




Hoy es 26 de mayo de 2018, y han pasado exactamente 200 años desde que uno de los hombres más carismáticos, más valientes y atractivos fue asesinado por la espalda. Se llamaba Manuel, tenía dos hermanos, Carlos y Ambrosio, y los tres eran abogados. Vivieron el periodo complejo de la independencia, cuando el enemigo eran los realistas. Manuel fue procurador de la ciudad, auditor de guerra del ejército de los Andes, nombrado por el propio San Martín, fue coronel del ejército, amigo y colaborador de José Miguel Carrera, y uno de esos pocos genios que entrega muy rara vez la patria.

Hace 200 años troncharon su vida de un balazo por la espalda, en una acción siniestra y cobarde. Su cuerpo fue destrozado por golpes de culatas y bayonetas, abandonado a merced de los perros, y finalmente rescatado y ocultado por temor a las represalias.
Nada justifica tan escalofriante crimen. Aquellos que secretamente se  pusieron de acuerdo para tan deleznable acción no tendrán descanso a pesar del paso del tiempo. Porque Manuel Rodríguez Erdoyza, el hombre que arriesgando su vida desbarató las defensas realistas para dar el triunfo a los soldados en Chacabuco, no mereció tan trágico destino.
Alguien dirá que eran tiempos difíciles, incluso justificará “por razones de estado” una decisión tan severa. Pero los crímenes serán crímenes así pasen los siglos. Y los que quisieron eliminarlo de la Historia no imaginaron que el guerrillero, a quienes han cantado los más grandes poetas y cuya vida ha sido narrada por los grandes escritores, sigue viviendo en el alma de un pueblo que lo recuerda con pasión y respeto.
Doscientos años que se concentran en una imagen eterna. El capitán Benavente, integrante de la unidad militar argentina que le lleva detenido, le advierte a Rodríguez que va a ser asesinado esa noche. En el papel de un cigarro que le extiende ha escrito “huid”. Podemos imaginar a Manuel leyendo la palabra, sonriendo sin esperanza a su amigo carrerino como él, y encender el cigarro mientras un español al servicio del gobierno de Chile le apunta su pistola por la espalda. Cuando el enemigo eran los realistas fue asesinado por sus propios compatriotas.
Han pasado doscientos años y no puede esconderse con el  olvido una de las tragedias más profundas de nuestra Historia.


lunes, 19 de marzo de 2018

Días para recordar., para no olvidar.



Hace doscientos años Chile vive momentos dramáticos en su lucha por independizarse de España. Hace doscientos años los campos eran arrasados por combates, requisas obligadas, enganches sin consentimiento para formar batallones y partir a la guerra. Eran días confusos, inseguros.
Hace un par de días fue 19 de marzo, y no creo que alguien se haya acordado del desastre en Cancha Rayada, cuando el ejército “insurgente” era sorprendido en plena noche por las fuerzas realistas mientras San Martín intentaba cambiar la ubicación de sus efectivos. Y esa noche fue un completo desastre: soldados vagando entre muertos y explosiones, con un fuego de fusilería que no dejaba espacio para cubrirse y menos reorganizarse. Unos decían que O’Higgins estaba muerto, otros, que el muerto era San Martín.
Las malas noticias no hay que preguntarlas. Se saben de inmediato. Y en Santiago apareció una vez más el fantasma del miedo. Hacía casi cuatro años que los chilenos habían huido despavoridos hacia Mendoza, después de la derrota en Rancagua. Y ahora nuevamente empezaban a guardar sus ropas, sus chiquillos y sus pesos.  No nos quedemos en los detalles de ese terror. Solo veamos las luces y sombras que envuelven a la capital. Dicen que los realistas van a matar a los patriotas sin piedad, como había ocurrido tiempo atrás. Todos miran al general De la Cruz, a quien habían nombrado Director Supremo Delegado, en ausencia de O’Higgins. ¿Qué hacer? Y desde las sombras surge la figura apasionante del héroe popular, del que se había convertido en leyenda en medio de la reconquista. Y sin dudarlo un instante, grita a los aterrados fugitivos “Aún tenemos Patria, ciudadanos”.
Como un golpe eléctrico desatado por los rayos los hombres y mujeres piden fusiles, los carrerinos lo apoyan con un escuadrón de caballería nacido en ese instante, los Húsares de la Muerte. Eran antiguos integrantes de los Húsares de la Gran Guardia de Carrera, que se identificaban por lucir una barbilla recortada en el mentón.
            La reacción fue mágica. Y a pesar de la resistencia puesta por algunos oficiales, el arsenal fue abierto para los improvisados defensores. Chile se había salvado, pero el destino de Manuel Rodríguez quedaba en las manos de los fantasmas que reaparecían, vivos aunque heridos, de O’Higgins y San Martín. Había que organizar la defensa del país ante el avance de los realistas. Solo no estaba claro si habría un lugar para el guerrillero.